Nuestro viaje a Guatemala fue un tanto fugaz, un visto y no visto, pero aun así tuvimos suficiente tiempo para ver algunos lugares y quedarnos con la esencia del país.
En los cuatro días que estuvimos allí visitamos Ciudad de Guatemala, Antigua, el volcán Pacaya, y Monterrico, un pequeño pueblecito costero del Pacífico.
Durante nuestra estancia nos quedamos en casa de Irene, una amiga mía de la uni que está haciendo sus prácticas allí, así que muy bien.
Ciudad de Guatemala
El primer día fuimos a dar una vuelta por la zona 1. Ciudad de Guatemala está dividida por zonas, de la 1 a la 17, o así, algunas de las cuales son intransitables para la gente corriente. La zona 1, en concreto, es algo peligrosilla según dicen. Nosotros estuvimos visitando el Mercado Central, la gran sexta avenida, y los alrededores.
Pasear por alguna de estas calles del centro no se parece en nada a hacerlo en alguna de las calles de Madrid a la que muchos estamos acostumbrados, sino que hay que ir moviéndose de un lado a otro, cambiando de acera para que no te sigan, y mirando de un lado a otro.
Después de nuestra vuelta, fuimos a “Las cien puertas”, un espacio también en la zona 1 donde hay varios barecillos que están bien. En uno de ellos recitaban poesía esa noche, así que mientras comíamos burritos y tortillitas de maíz, escuchábamos cómo varios artistas nacionales e internacionales recitaban sus poesías.
A la salida, tocaba la vuelta a casa y el estrés que ello conllevaba. En Guatemala no puedes coger cualquier taxi porque corres el riesgo de que te pase algo o de ser timado, así que, o bien llamas a algún taxista de confianza (que ya conozcas y sepas que es buena gente) o a los taxis amarillos. Estos tienen taxímetro, entonces no da lugar a que te puedan timar, ya que pagas lo que marque.
Al día siguiente nos fuimos a conocer Antigua, una pequeña ciudad como a una hora de Ciudad de Guatemala, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1979.
Es una ciudad muy bonita, con un mercado de artesanía, las calles empedradas, y diversas ruinas de iglesias.
La Iglesia de la Merced data de 1548, aunque ha sido reconstruida en numerosas ocasiones debido, entre otros motivos, a los terremotos que han asolado el país. La Merced se convirtió en la patrona de la ciudad, y el centro religioso pronto ganó popularidad e importancia para los feligreses, recibiendo numerosas visitas de diversas regiones.
Dentro del convento de la Iglesia de la Merced se encuentra la fuente más grande de Centroamérica, de 27 metros de diámetro.
Lamentablemente no pudimos ver la lava caer por las laderas como muchos nos habían contado, pero según subíamos ya se podía apreciar el calor del volcán, tanto que hasta en algunos sitios no podías aguantar.
Uno de los guías del volcán cogió un poco de paja y echándola sobre las rocas se formó fuego, era increíble ver las llamas. Mucha gente se había llevado nubes de esas de golosina, y las hicieron con el fuego. Fue una experiencia muy bonita.
El atardecer en el volcán fue espectacular. Una de las imágenes que lo refleja es la siguiente:
Monterrico
Ya que Ciudad de Guatemala no merece mucho la pena, según nos dijo Irene y la gente que vive ahí, el tercer día decidimos irnos a Monterrico, a la playa a pasar el fin de semana. Al parecer sólo había ciento y pico kilómetros y teníamos que coger dos autobuses, pero no sabemos qué pasó para que el viaje se convirtiera en una verdadera pesadilla. Cuando ya ha pasado te ríes y te parece divertido recordarlo, pero en el momento yo estuve al borde de un ataque de nervios. Perdón, ¿he dicho al borde?, quería decir que estuve inmersa en un profundo ataque de nervios.
Os cuento cómo fue la historia. El primer bus lo teníamos que coger en un sitio que era un caos absoluto, carros por aquí, carros por allá, y humo para dar y tomar. Al encontrar nuestro autobús preguntamos al conductor que si iba a Iztapa, nuestro primer destino donde teníamos que coger el siguiente bus. Nos dijo que sí, y nosotros nos montamos tan convencidos.
Lo de los autobuses en Guatemala merece una atención especial, no los puedo dejar sin mencionar. Son viejísimos, los School Bus amarillos típicos americanos, pero los más viejos que quedan. Los asientos no son individuales, sino que son como bancos para dos o tres personas, claro que pueden entrar cuatro, gallinas, y grandes sacos de lo que sea. Y en medio hay un pequeño pasillito.
El bus no para, casi te tienes que montar en movimiento, y un chico va siempre en la puerta, de pie, con medio cuerpo fuera gritando a la gente para que se suba al bus, algo estúpido porque si la gente va tranquilamente por la calle yendo hacia sus casas o a comprar no se van a subir al bus por mucho que les llames. Pero ellos siguen así todo el camino.
Bueno, continuando con nuestro viaje, íbamos montados en el primer bus, abarrotado hasta arriba, intentando agarrarnos como podíamos porque con todas las curvas nos caíamos hacia el pasillito. Supuestamente, íbamos dirección a Iztapa, donde nosotros queríamos ir, pero no. Después de llevar un montón se para el bus en un pueblo y nos dicen que nos tenemos que bajar ahí y coger otro bus, ya que en el que estábamos no íbamos a llegar donde queríamos. Así hicimos y de repente nos vimos en medio de un pueblo del interior de Guatemala, donde pocos turistas pasean normalmente y donde nuestro blanco color de piel cantaba demasiado.
El nerviosismo y la incertidumbre ya se empezaban a apoderar de nosotros, sobre todo de mí. Preguntábamos a la gente y la sensación que teníamos es que cada uno nos decía una cosa. Hasta que llegó un bus que parecía que iba donde nosotros queríamos, hacia Monterrico. Tanto el conductor como los chicos que cobraban nos aseguraron que ese era nuestro bus, así que, nuevamente, nos montamos convencidos. El bus hacía una parada de unos 10 minutos y, mientras la gente se bajaba a comprar algo de comer a un mercado (incluido el conductor), nosotros nos quedamos esperando dentro.
Pasados 15 minutos, el bus arranca y nosotros, pobres ilusos, pensando que en una horilla llegaríamos a Monterrico.
Trascurrida una media hora, el bus se para en medio de la carretera. Había una especie de furgonetilla parada al lado y nos dicen que nos bajemos y nos montemos ahí, que esa furgonetilla va a Monterrico. Todo con prisas, como que nos echaban del bus, acabamos con nuestras mochillas en medio de la nada, y unos señores diciéndonos que nos montáramos ahí, donde había 13 personas!!! Yo histérica, y el señor diciéndome “¡súbase, seño, súbase!” Y yo, fuera de mí, gritando “¡dónde coño quieres que me suba, si no hay sitio!”.
Había adultos y unos cuantos niños, además de maletas, pero al final nos subimos. La furgonetilla se empezó a meter por lugares rarísimos, dio un montón de vueltas, y yo pensaba que en cualquier momento se iba a parar, nos iban a hacer algo y a quitarnos los pasaportes o lo que fuera.
Una vez de camino, el señor nos dijo que tampoco iba a Monterrico, pero que si queríamos él nos podía llevar hasta allí (pagando como 100 dólares, o yo que sé cuánto nos pedía), a lo que nos negamos, por supuesto.
Mientras, la gente se iba bajando, y la furgoneta se iba quedando cada vez más vacía. Finalmente, llegamos a un puente, al lado de un pueblecito-aldea. Yo creía que me daba algo, ¡llevábamos como 5 horas de viaje, para algo que se podría hacer en unas 2 horas y media! Estaba desesperada, no podía entender lo que había pasado. Se suponía que iban a ser dos buses, y al final estábamos esperando al cuarto. Por supuesto, otra furgonetilla, y otra vez a pagar dinero. No nos habíamos llevado mucho y creía que al final nos quedábamos sin dinero en medio de ninguna parte.
Después de una hora, llegamos a Monterrico, sin comer, sin beber y con un cansancio alucinante. Pero el lugar era bonito. Monterrico es un pueblecito pequeño, al sur de Guatemala, en la costa del Pacífico.
¡Qué momento! Sentada, con el mar en frente, y una copa gigante de melón con ron...mmm, qué rico!! Ya se me pasaron todos los disgustos!
Irene llegó horas más tarde, por la noche, con Pablo, y Rodolfo, un amigo suyo guatemalteco. Nos fuimos todos a un bar y de ahí al hotel-hostalillo, que era cutrecillo, pero barato. La cama tenía mosquitera, algo que yo nunca había visto, lo que ya te hacía pensar la de bichos y mosquitos que habría por la noche, pero la verdad es que dormimos muy a gusto.
Al día siguiente fuimos a la playita y después a comer ceviche, una comida típica de algunas regiones de esta zona.
Al día siguiente, Marcos y yo tuvimos la voluntad de levantarnos a las 5 de la mañana para ir a ver el amanecer. La verdad es que mereció la pena.
Era una excursión por el río para ver los mangles, unos árboles que crecen prácticamente en el agua, en las orillas; y, al parecer, también para ver miles de especies de aves. Curiosamente, sólo vimos garzas blancas, pero bueno.
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